Desde que uno es niño, oye hablar de entierros. Pero todos los que se mueren son personas con las que no hay apenas vínculos emocionales. Vecinos, parientes lejanos. Pero llega un día en el que muere alguien al que quieres.
La primera persona que se me murió y que amaba fue mi tia Mercedes. Cuando llegué a Madrid mi madre me dijo que tenía que visitar a una tía abuela. Resulta que esa tia abuela, casada con un hermano de mi abuelo, era toda una institución. Los Martes reunía a todos sus sobrinos y los invitaba a comer un cocido madrileño clásico, no como lo hacemos los andaluces, sino como lo hacen los madrileños castizos, un cocido en tres partes, primero la sopa de fideos, luego los garbanzos con cominos, y por último la carne. Aquella comida familiar era. Muy divertida, con discusiones sobre los temas más peregrinos. Me presenté en aquella casa desconocida, llena de completos desconocidos, y en poco tiempo me hicieron sentir parte de la familia. Cada martes era un tiempo de familia especial. En medio de aquella ciudad inmensa, lejos de mis hermanos, de mi novia, de mis amigos, me sentía bienvenido y amado.
Mi tia Mercedes era una anfitriona excelente, buena conversadora y con buen humor. Además, a pesar de los muchos años que sumaba, era una mujer con la mente joven, sin prejuicios y abierta. Una de sus sobrinas tenía un novio melenudo y buena persona que era un metalero, no sólo en su indumentaria, sus amigos eran otros melenudos con cazadoras vaqueras llenas de motivos metaleros, e iban a bares donde se escuchaba heavy metal. Un día mi tia se presentó en el bar para conocer a los amigos del novio de su sobrina y ver aquel ambiente. Según me cuentan fue una velada muy agradable y los parroquianos del lugar disfrutaron de la conversación de mi tia. Ella no le daba importancia a aquello, pero a mí mi tía me fascinaba.
Después de tres años viviendo en Madrid hice planes para casarme y aquel martes llame a mi tía para presentarla a la que iba a ser mi esposa. Era un día feliz, de presentación en sociedad. Llame para confirmar la cita y una de mis tías con voz ahogada me dijo que mi tía Mercedes había muerto.
En ese momento se terminaron los planes de lo que iba a ser un día muy feliz. Supe que la pena que para siempre llevaría es que mi futura mujer, la mujer que tanto amo, nunca conocería a una persona excepcional.
Al día siguiente era el entierro. Mi hermano Jorge vino desde Granada para asistir llevando a dos de mis tías. Para el mi tía Mercedes era uno de tantos entierros a los que habíamos asistido de niños. Por lo que su ánimo era festivo. Cuando eres niño un entierro es como una boda, es un motivo de encuentro familiar que termina, al menos para los andaluces, en risas, chistes y alcohol. Yo no había hablado con el, y el no sabía lo importante que era para mí nuestra tia Mercedes. Por eso cuando salimos del responsos en su coche, un Mercedes muy llamativo, al momento del entierro, sus comentarios chistosos, que en otro momento me hubieran hecho mucha gracia, provocaron que estallara en un llanto incontenible e infantil. Mi hermano, sopreondido y avergonzado no supo más que decir, perdona, no sabia que ella fuera tan importante para ti.
La segunda escena que recuerdo tiene que ver después de la escena en el coche. Uno de mis primos segundos estaba casado con una chica de Taiwán, una asiática pequeña y frágil. Ella también era parte de aquellas felices comidas de familia. Y ella también, amaba entrañablemente a mi tía. Cuando aparcamos el coche y subimos por uno de esos pasillos del cementerio, la encontré en medio de aquella avenida, sola y completamente desolada. Absolutamente desolada. Me acerqué a ella. Tenía la cabeza agachada y lloraba en silencio. Mi instinto fue darle un abrazo, y fue entonces cuando enterró su cabeza en mi pecho como si fuera una niña pequeña y lloro desconsoladamente. Unos metros más adelante me encontré con su marido, su rostro estaba rojo de llanto, corrimos a darnos un abrazo. Me dijo: al menos tuviste un poco de tiempo para conocerla.
Y tenía razón, habían sido solo unos pocos meses. Pero más allá de aquella señora octogenaria, se escondía un espíritu joven y bondadoso que sabía atraernos a los jóvenes con su luz.
Han pasado veinte años casi. Como ocurre con aquellas personas que amas y se han ido, nunca las dejas de olvidar. Cada día que pasa se hacen más grandes, más queridas, y el recuerdo de las mismas se ennoblece más con el tiempo. Recuerdo que me gustaba llegar media hora antes de nuestra cita a comer porque me gustaba sentarme en la salita para conversar con mi tía Mercedes y jugar con la hija asiática de mi primo y su esposa taiwanesa. Quiero pensar que algo de ella queda en mi, y que quizás, si Dios me da vida y llego a convertirme en un ancianito octogenario, quizás no sea un viejo gruñón y malhumorado, sino un hombre bondadoso que atrae a otros con su luz, porque tuve un ejemplo vivo delante de mis ojos, y porque yo mismo me alimentaba, cada martes, de aquel amor cuyos vínculos viven más allá de la muerte.